martes, 23 de marzo de 2010

será una noche plácida.-

Al fin. Duerme. El día ha sido largo. Es lo que ocurre cuando la noche se mezcla con el día y no hay momento de tregua. Crees que te acostumbras pero cada vez es más complejo aceptar un bebé en un cuerpo adulto. Te despierta el mismo sonido de siempre. Es su manera de llorar. Pero no valen biberones. Sólo lo calman fármacos que están más cerca de ser una droga que un remedio. Pero los expertos dicen que lo necesita. No obstante, muchas son las veces en que uno piensa deshacerse de todo. Total, nunca hay mejoría. Y ahora, tras muchas horas a medias, por fin duerme. Tiene las manos frías. Su cuerpo hace horas que ha perdido la temperatura y trata de recuperarla. Pero lo mejor es su respiración. Por fin ha dejado de ser agitada y es la muestra perfecta de que ya descansa. Y te ves abrazada a un cuerpo de alguien que, a su edad, tendría toda una vida montada. Él, en cambio, ha visto cómo se la iban construyendo. Y acaricias aquellas manos que superan las propias. Es uno de los motivos de porqué él es el hermano mayor. Pero ejerce de bebé. No importa. Sólo hay momentos en que te revelas contra todo y contra todos. Una extraña impotencia de pensar en lo que podría haber sido si alguien no se hubiera tomado a la ligera los primeros síntomas de algo que le cambió para siempre. Que les cambió para siempre. A mí no. Nunca he conocido la otra vertiente del caso. Pero no importa. Porque notar su respiración sosegada es uno de mis mayores caprichos. De no ser como es ahora, no sé cuál sería mi capricho. Con él, a menudo, lo que más ocurre es una contradicción. Piensas blanco para luego pensar negro. No quieres pensar qué podría haber sido pero piensas cómo serían las cosas de no haber ocurrido. Y cuando esto ocurre tienes la sensación de que le estás fallando. Pero no, no deseas que nada cambie. Duerme. Y siento su respiración. Su cabeza está justo encima de mi pecho. Y lloras. Lloras porque todo es jodidamente complicado. Y rodeas un cuerpo que se sacude, que sufre. Pero ni él ni nosotras podemos hacer nada para ahorrarle el mal momento. Cada vez que esto ocurre, parece que el vínculo, que ya era fuerte, cada vez se convierte en algo más inquebrantable. Por suerte, mientras en mi cabeza todo gira demasiado de prisa, en la suya sólo hay espacio para el sueño. Para el sueño y algo de lo que nunca sabremos nada. Es un mundo por descubrir pero no existe explorador posible. Mejor. Es su pequeña guarida. Y a mí me gusta imaginar qué tiene cabida allí dentro. Es inteligente y estoy convencida de que sabe qué es lo importante y qué no. Por eso, tengo claro que sí echa de menos. Cuando me preguntan sobre él no sé qué responder. Es complejo explicar lo que sabe cuando la mayoría cree que se trata de una marioneta. Se equivocan. Y la suerte corre de aquellos que le conocen que, despacio, empiezan a descubrir ese nuevo mundo. Un nuevo mundo del que sacas conclusiones, a veces erróneas, otras, certeras. Pero del que nunca obtienes respuesta. El día que está a punto de acabar da una tregua. Hoy habrá noche. Él, reconciliado con el sueño. Ella, maldiciendo un día agotador. Yo, pensando en un crucigrama en blanco. Y alguien, en algún lugar, observando cómo cada una de estas tres personas, a su manera, se encuentran con ellas mismas. Y seguro que deseando estar cerca de cada uno de esos tres cuerpos. Es sólo un ejemplo de lo que significa el echar de menos constante. Mientras nos observes desde algún rincón, todo irá bien.
Duerme plácidamente*

lunes, 22 de marzo de 2010

flores que cumplen un año.-

No sabía cómo empezar. De hecho, aún no sé cómo hacerlo. Las sensaciones siempre son un tanto complejas, pero mucho más cuando se tienen que explicar. 365 días han pasado tras aquella despedida. Recuerdo perfectamente todos y cada uno de los momentos que viví allí dentro. Poco faltaba para un adiós que creía definitivo. Pero me equivoqué. A buen recaudo quedó algo de aquellos cuatro meses que hicieron posible el reencuentro. El no saber cómo empezar ha hecho que mirara atrás. Que releyera un 22 de marzo de hace exactamente un año. No era necesario para recordar con quién lloré nada más entrar. Cómo me dejaron escribir la última pieza, que desde entonces siempre pasea conmigo. Cómo tuve que aguantar el tipo para no venirme abajo. Cuatro meses antes había descubierto un pequeño lugar en este mundo que realmente me apasionaba. Aquella comida fue, como no podía ser de otra manera, entre risas. Y una llamada que predecía lo que más tarde ocurrió. No podía despedirme de todo aquello sin pasar, por última vez, por un estadio de fútbol. Un grato recuerdo de todo lo que hicieron por mí. Pero más aún volver a una redacción totalmente deshabitada a aquellas horas y encontrar un ramo de flores. Me avisaron, son secas. El otro día precisamente hablé de ese ramo porqué sí, eran secas. Y hoy cumplen un año dentro de un jarrón improvisado. No quería irme de allí. Tenía miedo a no volver. Ya dentro del coche, y con el aroma de esas flores, escuché una voz, aquella voz. Me dijo que me diera tiempo. Y, acertó. No podía ser de otra manera. Aquello que empezó un viernes donde sólo existía el miedo y el pánico, acabó un domingo con la confirmación de haber estado en uno de los mejores lugares. Porque lo bueno me enseñó. Lo malo, aún más. Aprendí de todo y de todos. Y me contagié de la magia de los pocos privilegiados que la poseen. Él, sobre todo. Un año donde no me había planteado nada. No sabía cómo sería ni por dónde me perdería. Pero allí me di cuenta de que los fines de semana son, en verdad, lo mejor de los siete días. Y que la partida de ajedrez que allí empezó sería la mejor. Meses más tarde, sin entender porqué, volvía a cruzar aquella puerta. No fue un 22. Esta vez era un 10. Justo ahora entiendo porqué. Y sonrío. No me enseñaron a ser perfecta, tampoco a ser mejor. Quien mejor me enseñó quería que fuera yo misma. Que confiara en mí. Que recorriera todos los caminos habidos y por haber para encontrar el propio, allí donde mi propio estilo me estuviera esperando. En alguna ocasión, si no recuerdo mal, lo conseguí. Escribía disfrutando de la imagen y convencida de porqué lo hacía. Otras tantas, no llegaba a ningún sitio. Y la oportunidad que me habían ofrecido parecía que no la quisiera aprovechar. Eso no ocurrió nunca pero sé que no siempre estuve a la altura. No sé cómo describir la sensación de todo lo que allí me ha pasado. Háganme un favor. Piensen en un lugar que les entusiasme, que haga que no piensen en nada, que se sientan ustedes mismos. Un lugar donde no todo tiene porque ser bueno. Pero en ese lugar ustedes están totalmente a gusto. Un lugar al que llegan por casualidad y lo recibido supera cualquier expectativa. Esto es lo que me ocurrió a mí. Un año después, me doy cuenta de que fue mucho mejor. Una de aquellas casualidades… pero no ocurrió porqué sí. Hasta el punto de que piezas no son sólo las de un puzle o las de un tablero de ajedrez. Hasta el punto de que las cintas verdes son un mundo que echo verdaderamente de menos. Hasta el punto de escribir detrás de hojas en blanco que recuerdan lo que un día se emitió. Este ha sido uno de los pequeños-grandes regalos que, de manera imprevisible, llegan. Y que nunca quieres que se acaben. Esta es una de las razones de por qué el 22 no es un simple número.
T'ho imaginaves ara fa un any?*

viernes, 19 de marzo de 2010

cuando uno es final.-

12 meses de un mismo calendario. Pero luego, cada uno marca los días que cree convenientes. Tenemos aquellos que nos son impuestos pero, los mejores, son aquellos que no significan nada para casi nadie. Que es como un lenguaje en clave para dos o tres privilegiados. Es cuando 22 se convierte en magia o cuando 1 es sinónimo de final. La historia del 22 (y que en breve cumplirá un año) ya la conocen. Bien, la del 1, también. Sin embargo, hoy es uno de aquellos días que el calendario impone la celebración. Dicen que es el día de alguien, el día de mi palabra, el día de mi final. Dicen que es tu día, papá. Esta mañana, casualidad o no, los niños que normalmente encuentro cuando llevo a Guillermo al cole iban con sus padres. Le he explicado a Guillermo que no pasaba nada, que en días como hoy yo lo seguiría llevando al cole. Su cabeza sigue como cuando tú estabas, no sabemos hasta qué punto entiende. Pero con los años me ha demostrado que sabe mucho más de lo que nos imaginamos y, sobre todo, que te echa muchísimo de menos. Lo compruebo cada vez que le pregunto por ti y no sabe dónde mirar. O cuando cojo tu fotografía para que te de un beso. Él también nota la ausencia de alguien que nos quería con locura. Al salir del cole no llevaba ningún trozo de papel donde pusiera feliz día papá, o algo por el estilo. Yo tampoco te he hecho nada. Siempre fuimos contrarios a celebrar este día y, cuando menos nos lo esperábamos, lo celebrábamos. Porque sí, porque nos apetecía. Hace tiempo que deje de celebrarlo pero te sigo echando de menos. Este mediodía, mientras veía los deportes, han hecho un reportaje sobre papás, hijos y fútbol. No era nada del otro mundo pero me ha sorprendido que todos los hijos eran niños. Y he pensado que tú habrías opinado, habrías dicho que tú tienes una hija y que también le gustan los deportes. Alucinarías, te prometo que alucinarías. No he hecho nada más que empezar y ahora ni avanzo pero adoro los deportes. Tú me iniciaste y, un encuentro fortuito, y del que algún día te hablaré, me enseñaron que el fútbol no es sólo ganar o perder sino que siempre hay una historia que, cómo te lo diría… es diferente. Hace poco enseñé uno de mis tesoros. Y no por lo que vale sino por lo que significa. Es distinto y tiene un toque especial. Por eso, acompañados por un café, le enseñé un crucigrama en blanco pulcramente completado. Me gustó la reacción que tuvo. No dijo nada concreto simplemente miró el trozo de papel amarillento y me sonrió. Además, podría haberme devuelto el papel en cuestión de segundos pero leyó las palabras. Y preguntó en las que dudaba. Excepto en la última. SOS. Fue genial compartir ese momento. Sabe qué es un crucigrama en blanco para mí y todo lo que utopía significa. Me gusta hablarle de ti y cómo me mira cuando lo hago. Él también echa de menos y a lo mejor por eso me entiende. O porque sabe que esto ha sido la mayor putada que me han hecho jamás. Pero consigue que, por un momento, no sea así. Y pregunta sobre ti y me deja que le explique historias que ya tienen polvo porque hace demasiado tiempo que ocurrieron… y ya no se pueden repetir. A día de hoy, aún se me encoje el cuerpo cuando oigo la palabra papá. No importa quién la pronuncie o de dónde provenga. El caso es que se me eriza toda la piel y se me hace un nudo en el estómago. Puede que ahora sea una de aquellas etapas en que tengo mucho para contarte y que me jode que sólo pueda escribirte. Pensando que ni siquiera lo vas a leer. Sí, es la mayor putada que me harán jamás. Querer contarte cosas pero no poder hablar contigo y escribirte para notarte cerca todo aquello que nunca leerás. Es complejo. Y jodido. Sin embargo, con el tiempo consigues salir adelante incluso, sonriendo. Porque aunque no sepa desde dónde, sé que me observas. Y sí, te prometo que sonrío. Nunca te gustó verme enfadada y cuando lo estaba siempre conseguías dibujarme una sonrisa. Puedes estar tranquilo, ahora también sonrío. Te echo mucho de menos y, recuerda, te quiero. Y no te escribo porque hoy me digan que es tu día, te escribo porque así parece que no estés tan lejos.
Dulces sueños, allí donde duermas*