miércoles, 10 de octubre de 2007

Cuando uno está verdaderamente triste, son agradables las puestas de sol.
Saint Exupéry.

No estaba triste, simplemente añorada. Cada mañana, cuando empezaba a amanaecer, abría la ventana y observaba, con deleite, la unión imposible del cielo y el mar. Cogía la casaca blanca, se la ponía por encima y recorría la pasarela que unía su casita con la playa. A veces, se sentaba en una roca y leía durante largo rato. Otras, en cambio, escribía todo aquello que paseaba por su cabeza. Pero lo que más le gustaba era mirar atentamente aquella delgada línea que separaba sus dos mundos. Aprendió a no enfadarse, pero sabía que aquello nunca lo superaría.

Todas las mañanas que podía, transcurrían de la misma manera; ella, el mar, el cielo y su recuerdo. Parecía como si todo se detuviese, no existía nada más. Y a ella le encantaba esa sensación. Allí, sola, entre mil gotas de agua y granos de arena, pensaba. Por supuesto, en todo lo que habían vivido, pero también en todo lo que les quedaba por ver... pero ahora solo estaba ella.

Avanzaba el día y, con impaciencia, esperaba el momento que más le gustaba; aquella puesta de sol. Lentamente descendía, iba menguando, perdía brillo; pero todo se tornaba de una gran calidez. Y finalmente, llegaba aquel abrazo donde el mar, cielo y sol eran uno.




De cada viaje, es imprescindible inmortalizar las puestas de sol.
De África, es una obligación.

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