martes, 23 de junio de 2009

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Creía que las noches sin dormir ya se habían extinguido. Pero hoy la he visto caminar, cabizbaja, por las calles de siempre. Las farolas han sido la única luz existente en medio del pasaje nocturno. Apoyada en el alféizar de mi ventana, he observado su ruta. La de siempre. Un pequeño rodeo al parque y sentarse en uno de los columpios. Dejarse caer y, arrastrando los pies, mecerse hacia adelante y hacia atrás. Y abrazarse a la fría cadena. Y respirar de manera agitada. Ojalá pudiera bajar y sentarme a su lado. Pero no puedo. Me hundo cuando veo que llora sin tener control sobre sí misma. Cuando levanta la cabeza y tiene la mirada perdida. Cuando el dolor es tan grande que no es capaz ni de reaccionar. Hacía noches que la había olvidado. O abandonado. Creí que ya no existían. Pero, al cerrar la puerta, me ha despertado. He dejado la almohada a un lado y me he levantado. Verla aparecer en la calle era sólo cuestión de segundos. El ritmo va aminorando. Vuelve a casa. Cierro la ventana y me dirijo a la puerta. Dudo que quiera hablar conmigo. Casi nunca lo ha hecho. Pero quiero que sepa que estoy ahí. La llave y la cerradura anuncian su aparición. Levanta mínimamente la cabeza pero mi presencia no la inmuta. Tiene los andares cansados. Y está destrozada. Se gira y me dedica una sonrisa torcida a modo de buenas noches. Jamás le había visto unos ojos tan rojos. Pero así es ella. Alguien que sobrevive en las noches más tristes. Bebo el vaso de agua fría mirando el techo de la cocina. Apago la luz y me siento en el suelo. Estaré más lejos de su habitación y sus sollozos no se convertirán en un martirio. No puedo escucharla, otra vez no. Sigo teniendo miedo, hay algo que no funciona. En medio de la oscuridad me concentro. Escucho su llanto. Cierro los ojos mientras su dolor se clava en mí. Ahora lo entiendo. Ha dejado de creer… de creer en ella.

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