jueves, 14 de enero de 2010

tres agujas de un reloj.-

Una ciudad sumida en el caos. Destino perfecto para ese cuerpo caótico. Calles medio abandonadas. Parece que nadie las quiere. Menos el cuerpo. Las acaricia, habla con ellas y las mima. Observa los rincones más insospechados, lee los nombres de las placas y roza las paredes suavemente. En medio de la nada encuentra la compañía del silencio. Está huyendo de la compañía de la palabra. Mundo de locos. El trayecto, el de siempre. Un hilo musical acompaña la huída. Ojos que no saben dónde mirar. El cuerpo, totalmente descontrolado. Demasiado miedo. Hasta hoy. Cuando ha puesto los pies en el asfalto todo ha parecido calmarse. Principalmente, él. La angustia de los últimos días ya tiene diagnóstico. Ahora entiendo por qué no podía dormir. El miedo de ser sólo dos era demasiado. Por ello, últimamente no dejaba de pensar en aquellos papeles que le jodieron la vida para siempre. Vulnerable por los cuatro costados. La historia no podía repetirse… no debía repetirse. El cuerpo aún se está acostumbrando al tres pero es difícil echando constantemente de menos al cuatro. Pero dos no. No por ahora. Todo él temblaba. Tenía ganas de llegar ya. Y caminar. Envolverse de ruido, pasar desapercibido, mojarse con la lluvia. Notar que volvía a formar parte del mundo. Y ha empezado a desprenderse del miedo y las lágrimas que en silencio, han sido su compañía durante las últimas noches.
Noches donde no quería dormir. Oír aquellas dos respiraciones era dar aliento a su propio latido. La más mínima idea de resquebrajar el tres era una tortura. Pero, otra vez, pendiente de unos papeles. Tenía la sensación de que si se dormía, al despertarse, formaría parte de otra pesadilla. De aquella aún no ha despertado. Pero otra no sería capaz de soportarla. Un sobre… y un resultado. Un cuerpo que, casi inerte, escuchaba con atención. Con la mano izquierda acariciaba un reloj. No teníais porqué preocuparos. Y el cuerpo, casi no se ha inmutado. Sólo deseaba salir de allí. Huir de batas blancas. Cuando ya estaban fuera, un beso en la mejilla. Demasiado cobarde para reaccionar con un abrazo. La historia no se repetirá. Necesitaba irse de allí, estar solo. Sólo el cuerpo. Huir, tal vez sí. Demostrarse que seguía siendo un cobarde. Y recordar una noche de enero de hace ya varios inviernos. Un fin impuesto. Hoy, en medio de la nada y sin nadie cerca, ha entendido que quedarse allí sentado fue la mejor idea. Se le eriza la piel. La imagen se dibuja perfectamente en su cabeza. No tuvo valor. Y permaneció sentado, sin moverse. Sólo cuando el viento azotaba su cara. La velocidad pasaba demasiado cerca de aquel rostro.
Seis eneros. Y los que aún tienen que llegar. El largo paseo ha acabado en un lugar acogedor y, por suerte, medio vacío. Las frases siguen intactas en mesas y paredes. Hacía tiempo que no iba. Un café caliente. Unas manos heladas. Unos ojos húmedos. Un corazón vivo. El cuerpo… el cuerpo, absorto. Y enfadado consigo mismo. Por no saber reaccionar. Y sin saber porqué… el mundo le ofrece otra oportunidad. Acaricia el reloj, por enésima vez. A menudo piensa que el cuerpo no le da cuerda sino que es el reloj quien le da pulso al cuerpo. Contacto directo con quien más anhelaría volver a hablar, volver a ver, volver a abrazar… Verle sonreír. Ese cuerpo es reflejo de otro. Aquel a quien tanto echa de menos. Aquella palabra que sólo pronuncia entre susurros. Un reloj. El paso del tiempo. Todo lo vivido fue un regalo. Todo lo que queda por vivir, sólo es cuestión de convertirlo en tal. Allí, con un café caliente entre las manos, mirando el exterior, ha sido consciente de que el mundo también le ha ofrecido un regalo. Estúpido cuerpo, cuántas veces maldijo lo que no quiere perder. Por suerte, seguirán siendo tres. Y un reloj.

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