domingo, 17 de enero de 2010

un sábado a tres.-

Es imprevisible. Precisamente, su encanto. Lo mismo le ocurre a alguien más. Cuando piensas blanco, al final, es negro. Cuando piensas en una breve estancia fuera de casa y cerca del mar, acabas en casa, con una escapada a la montaña. Para qué planificar… Por la mañana, seguro que todo será diferente. Pero es él. El que manda, el que dirige, el que, sin ser consciente, mueve las otras dos agujas del reloj. La noche ha sido cualquier cosa menos tranquila. Cuando ella aún pensaba en la película, en sentir el vínculo y en la próxima cita cinéfila, él se ha despertado. Otra vez, ha desafiado a la nocturnidad. Otra vez, su cuerpo reacciona y convulsiona. Otra vez, las manos se vuelven húmedas y su cuerpo no deja de temblar. Otra vez, la mirada perdida. Y, como siempre, una mano acaricia aquel cuerpo para sosegarlo. Para que recupere la calma. Entonces, la noche, deja de ser noche. Es un momento para leer mientras nota aquella respiración, que despacio, muy despacio, recupera el ritmo de siempre. Y, en silencio, solloza. En momentos así se da cuenta del gran vínculo entre ambos. Y como es casi imposible romperlo. De repente, aquel cuerpo ya recupera el calor y las manos duermen tranquilas. Ella, sin embargo, sigue acariciándolo. A veces lo intenta pero nunca se hace a la idea de lo que llega a sufrir ese cuerpo al convulsionar. Y los primeros indicios de luz aparecen. Deja el libro y ella también busca el sueño. Al principio se resiste, pero llega.
Aunque no durante mucho rato. Aquel cuerpo, otra vez, despierta. Preso entre cuatro paredes. Fuera, el día tampoco luce. Será por eso que ella tiene ganas de sentirlo cerca. De abandonar, de huir, de no mezclarse con nadie. Es la contradicción que aparece después de noches así. Querer alejarse de lo que cada vez tiene más cerca; la aguja se va acercando. Mientras camina sin rumbo, se deja acariciar por el viento y el sol que, tímidamente, va saliendo. Y piensa. No es la única. Son tres. Cuando vuelve a sentirse presa de aquellas cuatro paredes, piensa que los demás también. Para sanear la noche, un breve paseo. Como la película… para recordar. Lejos queda la silla. Parece que el viento y el sol también le han sentado bien a él. Un pequeño rincón. Todo verde alrededor y, de fondo, nieve. Sobrevolando sus cabezas, un helicóptero. Él lo sigue todo. Ella se lo va contando todo. Ella los mira a ambos. En realidad, él es uno de sus motores. No es consciente de nada pero para ella lo es todo. Le habla, le explica, le recrimina… actúa de hermana pequeña y se deja enseñar. La recompensa de tenerlo cerca es demasiada. Y lo que muchos consideran un problema, ella lo ve como un regalo. Sin él cerca, ella no sería así. Le debe mucho, demasiado.
Lo mejor de hoy, una instantánea. El paseo, para recordar, ha sido perfecto. La medicina que los tres necesitaban. Acariciar un suelo verde, un sol débil y un viento que acompañaba. Una pequeña silla de madera. Sentado. Enfrente, sólo verde. Pero él prefiere contacto directo con el suelo. Por eso, ha tardado poco en huir de allí y, junto con las piedras, sentarse en la alfombra verde. Ella, le ha imitado. Pero ha cambiado las piedras por un libro. Aunque ha durado poco. Prefería mirarlo, observar sus quehaceres. Absurdos para la mayoría pero importantes para ellos. Y la instantánea, la unión de dos de las agujas con el reloj. Los dos cuerpos tumbados. Él, escabulléndose del sol. Ella, buscando su calor. Pero, más que el sol, ella miraba el cielo. No sabe dónde está, no sabe dónde buscarlo pero, de pequeña, una vez escucho que los grandes reyes nos observan desde las estrellas. Desde entonces, siempre mira el cielo. Cree que puede encontrarlo por allí. La imagen, dos agujas y un trozo de cielo. Ese momento ha sido, sin duda, el regalo de un sábado donde también le echa de menos.
Fdo: la més petita*

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