viernes, 22 de enero de 2010

viernes.-

Los viernes han quedado vacíos. Dicen que la historia es cíclica. Correcto. Esto ya lo vivió. La sensación de que sin los viernes se quedaba desabrigada. Se repite echar de menos las cintas verdes. Y por cintas verdes se entiende todo el trabajo antes de cerrar dicha caja. No era sólo escribir una letra y un número. Con un poco de suerte, acababa con un paseo tranquilo hasta la cabina. Aunque cruzar ese mismo pasillo corriendo y sabiendo que al final entraría no tenía desperdicio. En momentos así recuerda perfectamente el primer día que llegó a aquella redacción. Salían de la universidad y se dejaba guiar hasta un nuevo mundo. Quien conducía ya conocía aquello. Para la novata, el viaje fue horrible. No quería llegar. Sentía verdadero miedo. Sobre todo por aquello de yo no estaré a la altura, yo no sabré… Pánico en estado puro. Tuvo que bajar del coche. Y aquella primera tarde ya supo que los viernes habían cambiado; nunca volverían a ser iguales. Aquel nuevo mundo era genial. Era mucho más que eso. A lo mejor, algunos creerán que está idealizado pero no, ese no es el motivo de que le gustaran, y gusten, tanto. El motivo era tratar de cerca con la imagen, el hecho, lo que ocurre. Tratar lo imprevisible. Y, sobre todo, aprender. Mirar, mirar y seguir mirando. Preguntar. Equivocarse e intentar hacerlo mejor la próxima vez. Los viernes eran el principio de tres días de adrenalina pura. De imaginar qué podía pasar pero nunca tener la certeza absoluta. Porque lo imprevisible, por suerte, no se puede controlar.
Los primeros viernes consistía en aprender. En tener cerca a alguien a quien poder observar. Hasta el punto de convertirse, incluso, en su sombra. Eran conversaciones desenfadadas y consejos que nunca tuvieron aquella forma de te voy a dar un consejo. Simplemente surgían y ella los adoptaba como tal. Sirvieron, y mucho. En total, muy pocos viernes. Nunca el trayecto de la universidad a la redacción fue como el primer día. No era pánico en estado puro. Ahora sólo se trataba de miedo. Porque el yo no sabré, no estaré a la altura… aún le persigue. Pero cuando estaba en el coche, empezaba a sonreír. Era un regalo, un gran regalo. Lo consideró ya en su momento, pero a medida que pasa el tiempo aún lo considera mucho más. Fruto del azar, de la casualidad. Aprovechar un momento de indignación para dar a conocer lo que quería. Y que, precisamente, cerca pasara alguien que se lo pudiera dar. Así surgió todo. Curiosamente, de pie, en un banco. Y formar parte de un mundo del que se enamoró perdidamente. Al principio, no concebía el idilio entre imagen y escrito. A fuerza de mucho observar, se dio cuenta de que el idilio surgía sólo. Pero dependía de las manos que estuvieran detrás de cada pieza. De todos aprendió. De él, mucho más. En silencio, le observaba. No quería molestar. Pero no quería desperdiciar ni un solo momento para aprender de él. Sabía que él tenía un estilo propio. Y era, precisamente, lo que le hacía diferente. Y, a su parecer, mejor. Coincidir con él fue otro de los regalos.
Ahora ha pasado un año y poco más de aquellos viernes. Pero, recientemente, volvieron a existir. La profesión, otra vez, muy de cerca. Seguir congeniando entre imagen y escrito. Algunas veces bien. Otras, mal. Y, en ocasiones, desastroso. Pero siguió aprendiendo. De ellos, pero también de ella. De los errores cometidos, y por cometer. Los viernes volvían a ser el preludio perfecto del fin de semana. Deporte en estado puro. Partidas de ajedrez camufladas entre blancos y negros. Clásicos de un domingo cualquiera. Sorteos de grupos que fueron cualquier cosa menos previsibles. Y, paralelo, él. Alguien tuvo el buen ojo de catalogarlo como el que nunca se rinde. Y lo catalogó bien. Caminos paralelos de dos 87. Distintos, muy distintos. Puede parecer extraño pero siempre le ha tenido presente. Y no sabe porqué. El que nunca se rinde tuvo su año. ’09. Coincidió con su primer trabajo en la profesión. Y, desde dentro, ella vio cómo el mundo se rendía a los pies de aquel chico. Ella, hacía tiempo que se había empezado a rendir a él. No tienen nada en común, además de los años. Sin embargo, es curioso. Es una de las pocas trayectorias que ha seguido. Tal vez por eso sonríe cuando ve que señala el cielo. Porque detrás de cada logro, cada uno piensa en su propio crucigrama en blanco. Porque todos echamos de menos.
21.11.o8

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