miércoles, 10 de febrero de 2010

inviernos utópicos.-

La fiebre no es buena compañera para poder dormir. Imagino que para escribir tampoco. Pero antes de empezar a hacerlo he estado leyendo. No best-sellers ni libros recomendados. Nada de eso. He estado leyendo textos utópicos que me acompañan desde un enero de hace ya varios años. El primero de la lista fue cuando todo era muy reciente. Titulado senzillament meu intenté plasmar todo lo que unos papeles se estaban llevando. Pensé que escribiendo, las palabras jamás podrían borrar lo que sentí aquella noche cuando mamá dijo que ya está, que ya se había acabado todo. Ella no lo sabe. De hecho, no se lo he contado nunca a nadie. A la mañana siguiente, volví al hospital. Me planté enfrente de la habitación y llamé a la puerta. Dentro, sólo una enfermera. Me preguntó si buscaba a alguien y le dije que no. Ni siquiera recuerdo su rostro, no podía dejar de mirar una cama vacía. Y la enfermera lo entendió. Se acercó y me dijo si era su hija. Sonreí y salí de la habitación. Jamás volvería a entrar en ella. Jamás. De momento, lo he cumplido. No quería desprenderme de ti y pensé que regresando a tu último sitio conseguiría algo imposible. Años después entendí que ese fue mi primer acto utópico. El retorno al colegio, tras aquel enero, fue más complicado de lo que creía. Todos encima, todos preguntando, todos mirándome. Me sentía el centro de atención, sin quererlo. Un mediodía, cuando me escaqueaba de una clase de música, me detuve en las escaleras. Una profesora se acercó y me dijo quants anys tens? Le dije que 16… Respondió que no era edad para que pasara. Ella siguió subiendo escalones y yo me senté. No sabía si era edad o no. Lo único que sabía es que no entendía por qué tenía que haber ocurrido. Muchos intentaron consolarme diciéndome que no era la única, que a más gente le pasaba lo mismo. Aquello me dolió, y creo que desde siempre lo he llevado dentro. No era consuelo alguno imaginarme a alguien de mi misma edad pasando por esto. No podía encontrar alegría alguna en una chica que creciera con una palabra prohibida. Papá. Cuando vi que pocos me entendían, empecé a cerrarme. No eras objeto de conversación con casi nadie. Tan sólo eras palabras en folios que no sé si llenaba de vida o, simplemente, mataba más. Por eso, recién ocurrido todo, escribí. Escribí pensando en aquel 5 de noviembre. Escribí pensando en un paquete de tabaco y un reloj. Escribí pensando en ti y deseando que nada hubiera ocurrido. Escribí por miedo a olvidarte. Seis años después de aquel primer texto, que me avergüenzo al releer, te sigo recordando como el primer día. Ingenua. Varias fueron las veces que me lo dijiste. Ahora me lo digo yo. Ingenua. Cómo pude pensar en algún momento que te olvidaría. No sé cómo se lleva esto, no sé cómo se supera ni sé qué es lo mejor en esta situación. Pero hay algo que tengo muy claro. Ya lo escribí una vez, y no me cansaré de repetirlo. Sencillamente mío. El título de aquel primer texto era simplemente el preludio de lo que años después ocurriría. No te comparto con nadie. Te llevo dentro y a veces, créeme, dueles. Dueles demasiado. Duele cada una de las palabras que he escrito hoy. Duele cada vez que te pienso. Duele cada vez que me imagino que, por un instante, por un breve instante, puedo reencontrarme contigo en algún lugar. Demasiadas han sido las veces que he pensado que esto da asco. Y luego me doy cuenta de que sigues sin estar. Sea fácil, difícil o jodidamente complicado. No importa. Ninguno es el método para hacer que regreses. Así que lo único que me queda es pensarte, escribirte. Son muchas las cartas que he escrito y nunca llegan. Muchos buenas noches y dulces sueños. Pero, sabes qué papá… buenas noches y dulces sueños. Te quiero.
PD: por aquí, todo bien.

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