sábado, 13 de febrero de 2010

momentos de sofá.-

Recuperar el pulso de la ciudad. Sentarme, tras varios meses, en el sofá de un lugar impregnado por el aroma del café. Entre las manos, como no podía ser de otro modo, lo de siempre. Algo caliente para combatir el frío de la ciudad. O, lo más probable, combatir el propio frío. Reencuentro con un olor y con una sensación. Y reencuentro con la soledad. Los compañeros de mesa, un folio en blanco y un libro. Por suerte, el mismo sofá. Orientado hacia la calle. Es extraño. El tiempo pasa pero, a veces, revivir un momento es cuestión de segundos. Y, además, se revive a la perfección. Varias han sido las veces que me he sentado en ese sofá. Mirando, por encima de un libro o de una hoja en blanco, cómo avanza el mundo. El camarero me ha dado los buenos días, con su acento argentino. Me alegro que siga siendo el mismo que hace varios meses. Me ha preguntado de qué asignatura me estaba escaqueando. De ninguna. Demasiado temprano para preguntas pero él, irrefrenable. Me ha preguntado por el libro que estaba leyendo. Al fin, alguien ha dicho mi nombre y he recogido el café. Un guiño a modo de despedida. Y yo unas ganas enormes de hundirme en ese sofá dando pequeños sorbos a un café que quema. Antes de nada, me he perdido mirando los transeúntes que pasaban justo enfrente. El aire desaliñaba los vestidos de un grupo de pequeños. Desde piratas e indios hasta una mini pareja de Astérix y Obélix. Sensacionales. Y, cómo no, princesas que creen vivir en un mundo de hadas. Han pasado cantando, saltando y, sobre todo, riendo. Empezar el día así no tiene desperdicio. Ha sido un pequeño regalo. Observar las cosas sencillas, a menudo, resulta una recompensa. Cuando el rezagado ha cruzado mientras se peleaba con su mochila, me he incorporado. Entre libro y folio… mejor un folio. Tenía ganas de escribir. A lo mejor por lo perdida que estoy. O por lo loca que me estoy volviendo. Me cuesta saber quién está perdiendo la razón. Si yo o el mundo. O un poquito los dos. Con delirio, he empezado a escribir. O más bien a rasgar el papel. Evocar a varios personajes, situaciones que se echan de menos, tramas que superan la ficción y un poco de realidad. La que me rodea. Como la de la mujer mayor que entra cogida del brazo de ¿su marido? y que me sonríe justo al pasar por mi lado mientras que él se quita el sombrero. Literalmente hablando. Para no parecer grosera me espero unos instantes pero cuando deduzco que ya no pueden verme me giro. Quiero observarles. Las personas mayores tienen un encanto que me gusta observar. Algunas, resultan infinitamente entrañables. No he logrado escuchar qué café han elegido. Para llenar el estómago, unas galletas. Ella se ha sentado en una mesa y él lo ha llevado todo a la mesa. Después de dibujarme una sonrisa he seguido enfrascada en mi hoja rasgada por realidades ficticias. Ficticias porque no quiero que lo sean pero no puedo hacer nada para evitarlo. Ensimismada mirando la calle, ha entrado una pareja joven. En realidad, muy jóvenes. Una instantánea de una dulzura efímera. Sigo bebiendo café. Ahora ya no está tan caliente y mi cuerpo ya no está tan frío. Reposan en la mesa seiscientas y pico de páginas pero ahora no, ahora no me apetece adentrarme por las calles de Turquía. Prefiero las calles de la ciudad que está justo al otro lado de la puerta que flanquea el local. Un último sorbo del café. Pero nunca apurando. Siempre dejo el poso. Un último vistazo a mis alrededores y perderme un instante más largo en la pareja mayor. Aún desayunan. Todo recogido y la despedida del camarero. Y la chica de ciudad pasando desapercibida entre el tumulto de transeúntes y sintiendo, otra vez, la esencia de la ciudad.
En modo singular

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